Neocueva (Altamira)

 


8/10/2021
En su día, cuando la visité, fue mi primer Stendhalazo.

Sudoración en las palmas de las manos, aceleración del ritmo cardiaco, un cierto ahogo y un estrés descontrolado que me obligaba a exclamar a cada paso.

Hoy a pesar de saber lo que voy a encontrar, no puedo dejar de imaginarme el momento en el que la pequeña María, acompañando a su padre (Marcelino Sanz de Sautuola), ilumino con su candil el techo de la cueva y ante sus ojos aparecieron los relieves abultados y coloreados en rojo de figuras de bisontes que la hicieron gritar: "¡Papá bueyes!".

No estamos en la misma cueva que visitó María (ni nunca lo estaremos con la larga lista de espera que hay y las pocas visitas permitidas a la semana), pero la Neocueva de Altamira es el fruto de seiscientos carretes de película fotográfica, miles de fotografías en blanco y negro, color e infrarrojas, treinta toneladas de piedra caliza molida, cincuenta kilos de tierra ocre, óxidos de hierro, siete mil metros cúbicos de poliuretano, fibra de vidrio, dos mil kilos de silicona y más de sesenta mil horas de trabajo de un grupo de treinta especialistas.

Con todo ello, cuando entras en la Neocueva tienes la impresión de hacerlo en una cámara del tiempo, que te trasporta 15000 años atrás cuando el artista de Altamira buscaba las protuberancias del techo para crear volumen en sus obras, antes de marcar los contornos y aplicar el color.

Busco en la palma de mi mano el tinte ocre, pero solo es sudor producido por el Stendhalazo.  









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